El Jaral estaba a rebosar de
enfermos. El espacio empezaba a escasear, así cómo los medicamentos necesarios
para hacerle frente. La gripe española había entrado con virulencia en toda la comarca, y pocos eran los que se habían librado de sus redes. La plaza, otrora
llena de gente trasegando de un lugar a otro, parecía ahora inerte. Carente de
vida. La enfermedad la había dotado de un carácter lúgubre y sombrío.
Había dejado caer sus huesos en
una de las mesas de la taberna, agotado después de haber tenido que pasar la
noche en vela atendiendo a cualquiera que lo precisase. Muchos eran los
contagiados y pocas las manos que los atendían. De ahí el esfuerzo. Y de ahí
las profundas ojeras que empezaban a tomar forma en todos y cada uno de ellos.
De los “sanos”, como así los había designado Don Pablo, el doctor de La Puebla.
Pasó sus manos por el rostro
alicaído, frotándose los ojos a continuación. Estaba extenuado. Pero lo que
verdaderamente le tenía inquieto, habían sido las noticias recibidas a través
del último de los enfermos que había llegado al Jaral. Uno de los empleados de
Francisca.
“Ni siquiera la Casona se ha librado de esta lacra”
Ni siquiera la Casona. El pensar
que ella podía haber enfermado, le sumía en una profunda congoja. Desde que
había regresado al pueblo, había sentido la imperiosa necesidad de dejarse
caer por allí aunque fuera para observarla en la lejanía. Lo cierto es que no
había encontrado las fuerzas necesarias para presentarse ante Francisca después
de tantos años fuera de España. La idea de volver a verla, de cruzar aunque
fuesen dos palabras con ella, le desbordaba el corazón. Le hacía temblar y
vibrar al mismo tiempo. De ansiedad por hacerlo. Pero también de miedo.
16 años lejos de ella habían sido
suficientes para aplacar odios y rencores, pero no para frenar un amor que
sentía que crecía cada día que seguían en este mundo. Así había sido desde que
la conoció cuando apenas levantaba un palmo del suelo.
Se levantó despacio, notando como
sus huesos se quejaban por el esfuerzo. Necesitaba calentar su espíritu y
calmar el rugir de sus tripas. Llevaba demasiadas horas sin probar bocado.
Camino estaba de la cocina, donde esperaba encontrar algo que llevarse al
buche, cuando la puerta de la Casa de Comidas se abrió precipitadamente.
- ¡A Dios gracias que lo
encuentro Raimundo! -.
Se trataba de una de las doncellas que faenaba en la Casona, y por su
rostro desencajado, no parecía ser portadora de buenas noticias. Tuvo que
sujetarla por los brazos y pedirle calma, pues hablaba de manera precipitada y
presa de las lágrimas. Un temblor se adueñó de él al dar forma, sin quererlo,
al pesar de la muchacha.
- Está enferma… tiene temblores y
delira… ¡Es la gripe, Raimundo! Por favor ¡ayúdeme! -.
Empalideció cuando las palabras
de la joven calaron en él.
- ¿Francisca? -, preguntó con temor. - Muchacha
contéstame, por favor. ¿Se trata de Francisca? -.
La joven frunció el ceño
extrañada por el tono preocupado de su voz. Pero no había tiempo para preguntas
y mucho menos para explicaciones. Cerró los ojos, negando al mismo tiempo con
la cabeza.
- No, no se trata de la Señora.
Ella… está bien -. En realidad, estaba mintiendo. Dudaba que Francisca se
encontrara bien. Aquella misma tarde la había visto casi desvanecerse en el
despacho, pero cuando se lo refirió, fue despedida con cajas destempladas. En
la Casona era cierto el dicho de ver, oír, y sobre todo, callar. - ¡Es María!
¡Su nieta, Raimundo! Cayó desmayada en su alcoba y no conseguimos que le baje la fiebre -. Lo miró
de frente. - Por favor, tiene que ayudarme -.
La confirmación de que Francisca
no estaba enferma, le alivió. Aunque ese alivio fue momentáneo y se disipó en
cuanto le informó del estado de María.
- Marcha al Jaral en busca de ayuda y pide que alguien vaya raudo a la Casona. Tenemos que sacar a María
inmediatamente de allí antes de que alguien más pueda resultar contagiado -. Debía
impedir por todos los medios que Francisca cayera bajo los efectos de la gripe.
- Yo iré derecho para allá y trataré de convencer a tu Señora para que me deje
llevarme a María -.
Sin dar tiempo a añadir una
palabra más, soltó a la joven y salió como alma que lleva el diablo camino de
la Casona. El tiempo que tardó en llegar hasta allí, se tradujo en un suspiro.
Trató de no pensar en que iba a ser la primera vez que vería a Francisca en
años, y que, probablemente, no sabría qué decirle, salvo “me moría por volver a ver tu rostro”. La certeza de saber que esas
serían las únicas palabras que se le ocurrirían al verla, le atenazaba la
garganta.
Pensó en entrar sin necesidad de
llamar a la puerta y subir rápidamente hasta el cuarto de María. Después de
todo, su nieta estaba enferma y era primordial alejarla de todos aquellos que
no estuvieran infectados. Y así lo hizo cuando llegó. Abrió con cuidado y subió
corriendo las escaleras, con el corazón latiéndole en la boca y acallando sus
alocados pensamientos. Lo más probable es que junto a María, se encontrara
Francisca.
Su Francisca.
No se equivocaba. Medio recostada
sobre el cuerpo preso de las fiebres de María, estaba ella. Suplicándole a Dios
que no le arrebatara a la única alegría que había tenido en años. Se sintió
fuera de lugar. Un intruso, a pesar de que esa habitación encerraba a dos de
las mujeres más importantes de su vida. Su nieta y su único amor.
- Francisca… -, la llamó apenas
en un susurro. Temió en un primer momento que ella no le hubiese escuchado y
por eso se adentró un poco más en la habitación. Solo así pudo apreciar cómo su espalda se había tensado, y no movía ni un solo músculo. Tragó
saliva y continuó hablando. - He de llevarme a María… Francisca ella… -.
- Ni lo sueñes -. Le interrumpió,
extrañamente calmada. Sin girarse para mirarle a los ojos. Tan solo humedeció
un paño en una jofaina con agua fresca que tenía junto a ella, y se lo puso a
María sobre la frente. - Nadie me apartará de su lado. Y tú menos que nadie -.
- Es necesario, Francisca y lo
sabes -. Aferraba una mano con la otra en un intento fallido de aplacar su
temblor. Sin embargo, dejándose llevar por una fuerza que lo impulsaba a
hacerlo, las separó y tocó levemente su hombro, con la punta de los dedos.
Fue entonces cuando ella le miró.
Y cuando todo cambió entre ellos en cuestión de segundos. Francisca trató de
ponerse en pie, quizá con demasiada dificultad, observó. Y no solo eso. Se
percató de la palidez de su rostro. De la finas gotas de sudor que perlaban sus
sienes.
- ¡No tienes derecho a…! -,
gritó.
Más todo comenzó a girar en derredor suyo, haciendo que sus piernas
flaqueasen. Dedicó una última mirada a Raimundo antes de caer desplomada sobre
sus brazos. Inconsciente.
No pudo escuchar la voz aterrada
de Raimundo llamándola con desesperación.
…………………………..
Observaba el cuerpo inerte que descansaba apacible en uno de
los cuartos de Jaral. Guardó las manos en los bolsillos del pantalón mientras
multitud de sentimientos encontrados se concentraban en la boca de su estómago.
Jamás en su vida se había sentido más aterrado. Aunque, en realidad, sí existió
otra ocasión en la que sintió el mismo miedo que le recorría ahora. Ya creyó
perder a Francisca hace unos años y su vida dio un vuelco que no supo
controlar.
Y ahora, de nuevo regresaba la
posibilidad de perderla para siempre.
Aquella mujer testaruda había
ocultado a todos la gravedad de su estado. De no haber sido porque él corrió a
la Casona en busca de María aquella noche, quién sabe lo que podía haber
ocurrido. Recordó con dolor el semblante de Francisca cuando él había tocado su
hombro, y suspiró.
- ¿Cómo hemos podido llegar a
esto, amor? -, murmuró al tiempo que se acercaba hasta la cama improvisada. Muchos habían puesto el grito en el cielo al saber que se llevaba consigo a
Francisca hasta el Jaral, más no les quedó otra que ceder a sus peticiones. Bajo
ningún concepto iba a permitir que ella quedara abandonada a su suerte en la
Casona. Ni su conciencia ni su corazón se lo permitían.
- ¿Por qué hemos dejado
que el orgullo rigiese nuestras vidas? -.
Acarició su mejilla. Ardía de
calentura y la sintió revolverse bajo su mano, sin embargo, no abrió los ojos.
Tomó uno de los paños que había junto a la cama y lo humedeció en agua fresca.
Debía conseguir que la fiebre bajara lo antes posible. Se inclinó hacia ella
deslizando el paño húmedo por todo su rostro. Por su cuello…
Sus manos temblaron cuando
desabrochó el lazo del camisón que Rosario había tenido a bien poner a Francisca
cuando llegaron, y lo apartó, dejando visible el nacimiento de su pecho.
- Raimundo… -.
Escuchar su nombre le devolvió el
aire a sus pulmones. Francisca tenía los ojos ligeramente abiertos y le miraba.
O al menos, eso creía.
- Raimundo… -, lo llamó de nuevo.
- Has vuelto… -.
Trató de incorporarse al tiempo
que una de sus manos se alzó hasta él. Hasta rozar suavemente su barba,
provocando que por su espalda descargara un escalofrío de placer. Las
sensaciones que ya le embargaban desde que había vuelto a verla, se
multiplicaron hasta casi hacerle perder la razón. Sin embargo, no podía olvidar
que ella estaba demasiado débil. Y que con toda seguridad, no sería consciente
de sus actos. Apartó su mano con toda la voluntad de la que se vio capaz y la
ayudó de nuevo a tumbarse.
- Debes descansar -.
Las manos de Francisca sin
embargo se negaban a abandonarle. Y pronto sus labios se unieron a ellas,
mimando su cuello sin ninguna piedad.
- Apenas fui tuya hace tan solo
unas horas y ya te extrañaba terriblemente… -. Sus dedos se enredaron en su
cabello mientras le acariciaba la nuca y su boca subía buscando la suya. - Te
quiero… tanto… -.
Las palabras murieron ahogadas en
su boca cuando sus labios se unieron al fin. Su mente le gritaba que aquello no
era real, sino algo fruto del delirio provocado por la fiebre. Que ella ni
siquiera era consciente en ese momento de que el tiempo había pasado cruelmente
por sus vidas manteniéndoles separados por un abismo de orgullo.
Pero la amaba. Más que a su
propia vida. Y se había pasado los últimos años reprimiendo un amor que le
consumía por dentro. Se entregó a ella, a aquel beso
que hacía palpitar de nuevo su corazón. Que le hacía hervir la sangre en sus
venas. Sin reservas. Bebió de su boca hasta perder su último aliento, pasando
por alto aquel resquicio de cordura que le instaba a detenerse.
- Quédate conmigo… -, le pidió Francisca
mientras volvía a cerrar los ojos. - Quédate… conmigo… -.
Todo quedó en silencio,
haciéndole creer por un instante, que nada de aquello había sucedido. Apartó la
sábana que la cubría y se tumbó junto a ella, abrazando con ternura su cuerpo.
- No me moveré de aquí, amor -.
Dejó un beso en su sien. - No me marcharé de tu lado -.
Ayyy tengo los ojos como dos corazoncitos!!!!
ResponderEliminar¡Gracias!!!!!
EliminarPero porque hay que esperar tanto para el próximo? Buenísimo....
ResponderEliminarSe acabó la espera jejeje acabo de subir el final...
EliminarGracias por tu comentario
Hermanos y hermanas, Samuel Diego es mi nombre, vivo en España. Quiero decir rápidamente a todos aquí sobre cómo me curé de la gripe española por el herbolario Uwadia Amenifo con su medicina herbal. Hace un año sufrí de fiebre alta, y fui tratado por mi médico. Pero me di cuenta de que después de algún tiempo mi fiebre regresó y mi sistema inmunológico estaba degenerando. Así que volví al hospital y mi médico confirmó que tengo gripe española me dijo que me voy a morir porque no se puede curar totalmente. Así que empecé a orar a Dios para salvar mi vida de esta gripe española. Me pusieron bajo vigilancia y mi hermana corría arriba y abajo buscando la cura. Así que se refería a un hombre que le dijo que sabía de un médico de hierbas que es muy bueno en la preparación de la medicina a base de hierbas, y también lo ha curado antes de SIDA. Así que mi hermana rápidamente tomó los datos de contacto del médico de hierbas y se puso en contacto con él. Entonces, el médico de hierbas le dijo a mi hermana que podía curar la gripe española, la Muerte Negra, el Tifus, el Cólera, la viruela y el SIDA. Así que mi hermana inmediatamente hizo el arreglo necesario con él, y allí después de que él preparó las hierbas y me lo envió aquí en España lo tomé tal como él instruyó a mi hermana para dármelo y he aquí que funcionó como la magia. Sus hierbas me curaron, y hoy estoy totalmente curado. Así que estoy aquí para contarles a todos los que sufren de la siguiente enfermedad y virus como: la gripe española, la muerte negra, el tifus, el cólera, la viruela y el SIDA que un mesías ha venido a salvarnos a todos. Estos son el área de especialización del Doctor Uwadia. Por favor, si tiene alguno de los siguientes contactos rápidamente con el doctor Uwadia Amenifo ahora y obtenga su cura. Sus datos de contacto son los siguientes: doctoruwadiaamenifo@gmail.com y su número de teléfono es +2349052015874. Comuníquese con él ahora y obtenga su cura.
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