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jueves, 19 de mayo de 2016

LA LUZ DE MI CANDIL (Parte 1)



Sentía que tenía que despedirse de aquellas tierras. El baluarte de los Montenegro, gracias al cual comenzaron a fraguar su fortuna. Un trozo de tierra que costó mucho esfuerzo y sacrificio a sus antepasados. Y ahora se veía obligada a desprenderse de ellas. Hizo un pequeño gesto a su doncella para que se marchara y le dejara sola.

Sus hijos no parecían comprender el apego que sentía por El Candil. Pensaban que estaba anteponiendo su orgullo sobre los apuros económicos que llevaban sufriendo desde que los Mesía aparecieron en sus vidas dispuestos a hundirles en el abismo. Nada más lejos de la realidad. Esas tierras tenían un valor ínfimo a nivel económico, pero incalculable a nivel emocional. Y Águeda lo sabía perfectamente. Por eso se había ofrecido a comprárselas, porque conocía el valor sentimental de aquellas baldías tierras.

¿Estaba siendo egoísta? Después de las palabras de su hijo ya no sabía ni qué pensar. De haber estado ella sola, hubiera preferido morirse de hambre o terminar en la indigencia, a tener que vender a la Mesía. El Candil era la piedra angular sobre la que se sustentaba su patrimonio, y solo ella parecía entenderlo. Nada había que hacer. Su hijo le había empujado a tomar la decisión más dura a la que se había enfrentado en mucho tiempo. Los ojos se le llenaron de lágrimas al pensar que estaba deshaciéndose de un trozo importante de su corazón. ¡Cuántos recuerdos estaban plantados en ese duro páramo! ¡Cuántas tardes les había acogido entre sus brazos, a ella y a Raimundo, siendo testigo de su amor! De sus besos bajo el cielo estrellado, de sus confidencias, de sus sueños de formar una familia…No, no existía dinero suficiente para comprar aquella maravillosa tierra.

Recorrió con la mirada su vasta extensión, deteniéndose a cada instante en todos aquellos lugares en los que permanecía impregnada la huella de algún recuerdo vivido. Los ojos se le iban llenando de lágrimas y su corazón sangraba profusamente. Mañana, todo sería un recuerdo, como otros tantos muchos que había tenido que ir dejando por el camino. Estaba visto que tarde o temprano siempre se veía en la tesitura de despedirse de todo lo que amaba. Primero fue Raimundo. Y aquella herida no había terminado de cerrarse, y nunca lo haría. Lo último, El Candil. ¿Qué sería lo próximo?

Caminó unos pocos metros, pues se negaba a abandonarlas aún. Un dolor que le atravesaba el alma llenó cada poro de su ser. Se agachó hasta tocar con sus manos la tierra. Cerró el puño arrastrando en él un buen puñado de ella, llevándosele a los labios. Depositando un beso mientras las lágrimas caían incesantes ya por su rostro.

- …Adiós…lo siento… -.

Abrió el puño y la tierra se fue disipando, propagándose por el aire e inundando sus fosas con su olor terroso y seco. Permaneció de rodillas agachando la cabeza para que sus recuerdos en El Candil no la vieran con el corazón destrozado. Permaneció en esa misma posición sin percatarse del tiempo que había pasado. Miró al cielo. Estaba empezando a anochecer. Quizá había llegado el momento de regresar a casa.

Inundándose de una fortaleza que no sentía, consiguió levantarse. Aunque su ánimo seguía por los suelos. Saldrían adelante, estaba segura. Lo superarían. Pero eran tantas las ausencias, los pedazos de corazón que había ido perdiendo por el camino, que cada vez se le hacía más cuesta arriba.

Cerró los ojos y tomó aire por última vez en El Candil. Mañana dejaría de pertenecer a los Montenegro, pues se formalizaba la venta del mismo en la Casona. Abrió de nuevo los ojos y suspiró. Otra etapa de su vida quedaba cerrada. Dio media vuelta dispuesta a marcharse de allí, pues si permanecía un segundo más, sería incapaz de marcharse.

Al hacerlo, pudo divisar a lo lejos una figura que vagaba por los campos. Se extraño sobremanera. ¿Quién podría ser? Pudiera ser que a partir de mañana El Candil perteneciera a otro, pero en ese momento, ella seguía siendo la dueña. Y aquello era una propiedad privada. Su orgullo la llevó a dirigir sus pasos hacia quien fuera el que había osado a penetrar en sus tierras sin permiso.

…….

Raimundo había abandonado la conservera sin pronunciar una palabra. El ataque gratuito de Sebastián le había dolido igual que una puñalada. Jamás hubiera pensado que su hijo poseyera esos pensamientos acerca de cómo había dirigido su vida. Había perdido tantas cosas a lo largo de ella que no le había quedado otro remedio que volverse cauteloso y prudente. ¿Tan malo era aquello? Había tratado siempre de ser un buen padre para con Sebastián y Emilia. Siempre se había conducido con cariño y respeto por las decisiones que habían tomado a lo largo de su vida, apoyándoles cuando fue necesario a pesar de que en muchas de esas ocasiones, había previsto que saldrían malparados. Había trabajado, con mucho esfuerzo para poder ofrecerles una vida mejor. Se sacrificó para que Sebastián pudiera estudiar una ingeniería y no tuviera que depender de una taberna de pueblo. Su taberna. La que su difunta esposa y él habían construido y levantado con sus propias manos. No, él no se merecía aquel desplante por parte de su hijo.

Había decidido dar un paseo para calmar su ánimo antes de ir a la Casa de Comidas. Lo que menos deseaba es que Emilia le asediara a preguntas, ya que su rostro reflejaría seguro el estado en el que se encontraba su alma. Y él tendría que ocultárselo, pues no quería empezar una disputa entre hermanos, como seguro ocurriría si le contaba a su hija lo que había ocurrido. Como no sabía muy bien dónde ir, y necesitado de recuerdos dulces y felices que llevaran calidez a su espíritu, resolvió encaminarse a un apacible lugar en el que había vivido momentos maravillosos en el pasado. Con ella. Y como no podía acudir a la fuente de su alegría, de su amor, El Candil era la opción más acertada. Reposaría allí hasta que hubiera recobrado las fuerzas suficientes para volver a casa.

Llevaba cerca de una hora dando vueltas por allí cuando se detuvo junto a un viejo roble. Con sus manos, ásperas por el duro trabajo de estos años, acarició el tronco sobre el que se había apoyado infinidad de tardes en aquella última primavera en que permanecieron juntos Francisca y él.

- Mi niña… -. Atinó a susurrar.

- Raimundo…¿Qué? ¿Qué haces aquí? -. La suave voz de Francisca le hizo volverse con rapidez, haciendo que sus miradas se cruzaran para no despegarse durante un breve espacio de tiempo en el que solo podía escucharse el intenso latir de sus corazones.

Tras la sorpresa inicial por encontrarse ambos en el mismo lugar, Francisca se percató de que Raimundo posiblemente había estado llorando, pues sus ojos estaban enrojecidos. El corazón se le encogió y no pudo evitar interesarse por él. Algo grave habría sucedido para que él presentara ese estado.

- ¿Estás bien? -. Sin darse cuenta posó su mano sobre el brazo de Raimundo. – Has estado llorando -.

Su voz sonaba suave, pero con un tinte de preocupación. Él bajó la mirada al punto en que sus cuerpos se unían. La mano de Francisca, de manera inconsciente, había comenzado a acariciar levemente su brazo. Un gesto tan sencillo como reconfortante. Ni mil abrazos de cualquiera podrían superar esa caricia de su pequeña.

- No estoy bien desde hace 30 años Francisca -.Le susurró. Ladeó la cabeza mirándola con detenimiento. – Tú también has llorado -. Ella sonrió levemente. - ¿Qué te ocurre? -.

- Digamos que nunca me gustaron las despedidas -. Bajó la cabeza. – No es fácil tener que separarte de algo que amas -.

Raimundo suspiró. – No, no lo es. Sientes como pierdes una parte importante de ti mismo. Nunca vuelves a ser el mismo -. Francisca alzó los ojos hacia él. – Respiras y vives de recuerdos -. Musitó.

Volvieron a quedarse en silencio, mirándose sin decir nada pero a la vez diciéndoselo todo. Se habían pasado los últimos años de disputa en disputa sin detenerse a mirar al otro los ojos. Si lo hubieran hecho, habrían evitado muchas de ellas.

- Al final no has contestado mi pregunta. ¿Qué te ha ocurrido Raimundo? -.

Su preocupación parecía sincera. Como sus últimas actuaciones los pasados días. Recordó cómo se había comportado con Cipriano el otro día. Su mano seguía apoyada en su brazo brindándole calor y apoyo. Sus ojos se habían quitado la máscara de orgullo que les recubría habitualmente y su mirada era limpia y cristalina.

- ¿Crees que hemos sido buenos padres? -. La pregunta sorprendió a Francisca. – He sacrificado mi vida por ofrecer lo mejor a Sebastián y a veces siento que no le reconozco. No veo a mi muchacho. Tal vez me equivoqué Francisca -. Apartó brevemente la mirada. - ¿Y tú? Tristán ha acudido a los mejores colegios que tu dinero pudo ofrecerle y no es feliz -. Volvió a mirarla. - ¿Qué hicimos mal? -.

- Nadie nace sabiendo ser padre Raimundo -. Pensó tristemente en sus hijos. – Quizá tenemos tanto empeño en hacer lo que creemos mejor para ellos que no les dejamos vivir su propia vida -. Sonrió apenada. – Nosotros mejor que nadie deberíamos saber lo que es eso… -.

Raimundo dio un paso hacia ella. – Siempre pensé que mis hijos serían los tuyos Francisca… -.

Ella cerró los ojos sintiendo cómo el dolor le atravesaba el alma. Se aguantó las ganas de llorar al pensar en la vida que no habían podido disfrutar a pesar de que una parte de los sueños que compartieron si consiguió tomar forma. Tristán. Su hijo. El hijo de ambos. Se separó de Raimundo dándole la espalda, porque no quería que él se diera cuenta de cómo sus palabras habían calado en ella.

- Debo regresar a la Casona -. 

Se arrebujó dentro del abrigo ya que comenzaba a refrescar. No deseaba marcharse pero si permanecía más tiempo junto a él se derrumbaría en sus brazos suplicándole que volviera a ella. Bajó los brazos hasta situarlos junto a sus costados. Raimundo se acercó a ella por detrás y se situó a su lado, sin mirarla. Su mano rozó tímidamente la de Francisca hasta que ambas se entrelazaron.

- Demos un paseo -. 

Con ternura, acariciaba sus nudillos con el pulgar haciendo que Francisca cerrara los ojos al sentir aquella dulce caricia. Giró la cabeza para poder mirarle y se perdió en la inmensidad de sus ojos castaños. No pudo más que sonreír y asentir con la cabeza.

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