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jueves, 18 de junio de 2015

EL ÚLTIMO BAILE



El suave tañer del reloj sobre la chimenea marcando las once de la noche, le hizo ser consciente de que llevaba inmersa entre aquella pila de papeles demasiado tiempo. Pero lo que resultaba aún más curioso, es que apenas los había prestado atención. En su cabeza, solo había estado resonando durante toda la tarde, la lapidaria frase de Emilia  cuando se cruzaron en la plaza a la salida de misa de diez.

"Mi padre está en estos momentos,  mejor de lo que no ha estado nunca"

Mejor que nunca. Y por supuesto, lejos de ella. Eso es lo que le torturaba y le partía el alma en mil pedazos. ¿Sería aquella viuda en cuya casa se hospedaba, la causante de esa nueva felicidad en Raimundo estando como estaba alejado de su hogar y de los suyos? ¿Cómo podía él siquiera haber posado sus ojos en otra mujer, cuando ella había sido incapaz de mirar a otro hombre que no fuese él?

Lo habría preferido mil veces solo, encerrado en una húmeda celda, que compartiendo confidencias y arrumacos con esa maldita viuda. Apartó los lentes de su rostro con frustración y desconsuelo. Emilia nada más le había referido, pero el miedo que a ella le había invadido ante sus palabras, tenía firma de mujer. Estaba segura de ello. Como también lo estaba de que terminaría pasándole factura desde el mismo momento en que descubrió que Raimundo se alojaba en su casa.

Resopló mientras se ponía de pie y comenzaba a pasearse por el despacho. Frotándose con energía la frente y la sien. Una incipiente migraña le anticipaba con seguridad, una noche en vela.

Detuvo sus pasos cuando advirtió el sonido de una melodía proveniente del salón. Nadie podría ser, pues le constaba por la hora, que Bernarda llevaría un buen rato acostaba, y que Bosco aún permanecía convaleciente de su reciente accidente. Tan solo esperaba que a la descerebrada de Fe no se le hubiese ocurrido poner el gramófono sabiéndose a solas en el salón creyendo a todos acostados.

Aquellas elucubraciones le hicieron comprender además que nadie había extrañado su ausencia en la cena. Nadie se había molestado en buscarla... Una vez más, el sonido resultado del tintineo de las botellas de licor le arrancó de aquel súbito ensimismamiento. Se dirigió hasta la puerta, dispuesta a dar el escarmiento oportuno a quien fuese aquel que se estaba tomando semejantes libertades en casa ajena.

- ¿Qué demonios...? -.

El salón estaba tenuemente iluminado por cientos de velas. La música, flotaba en el ambiente, y supo al instante que se trataba de "Muerta de amor". Aquel terrible tango del que ni ella misma había podido no dejarse cautivar.

- Pretendía que hubiese sido una sorpresa -.

Aquella voz a sus espaldas, le sobresaltó, tanto por lo inesperada como por resultar bien conocida para ella.

- Raimundo -, musitaron sus labios después de volverse muy despacio y cruzarse con su mirada. - ¿Qué...? ¿Qué haces aquí...? ¿Qué significa todo esto? Yo... -.

Lanzaba preguntas al aire sin comprender cómo era posible que aquello estuviese ocurriendo. Era de todo punto imposible, y sin embargo... Era él. Y estaba allí. Lo habría reconocido aunque sus ojos no le hubiesen visto. Reconoció su aroma, aquel que evocaba recuerdos de tardes de lluvia a escondidas. Vivencias de un pasado que había marcado su vida. Volvió a sentirse dichosa, completa. Como esa última vez, no hace mucho tiempo, cuando la distancia y 16 años nada menos, se habían interpuesto entre ellos.

- Tenía la esperanza de al verme aquí, tus palabras hubiesen sido diferentes, Francisca. Que la misma dicha que ahora mismo me embarga, hubiese crecido en ti hasta el punto de que todas las preguntas fuesen desterradas, y tan solo tus manos hubiesen tomado las mías. Y que tus ojos me mirasen como siempre lo han hecho... -.

Francisca no cesaba de mirarle, en silencio. Los ojos le quemaban y en la garganta morían atascadas todas las palabras que ansiaba decirle. Llevó su mano hasta ella, queriendo aliviar ese dolor que le estaba matando. Raimundo sonrió comprensivo, y extendió la palma de la mano.

- Baila conmigo, Francisca -.

Francisca observó su gesto con cierto estupor. Tras varios segundos en los que ambos permanecieron inmóviles, mirándose en desafío, ella finalmente habló.

- ¿A qué estás jugando, Raimundo? -, le preguntó entrecerrando los ojos.

- ¿Por qué has de cuestionar todo, Francisca? ¿A qué buscar explicaciones a todo aquello que ha de proporcionarnos dicha? -, le respondió pausadamente. - Nos empeñamos en querer saber las respuestas a todas las preguntas, y no somos conscientes de que todo es mucho más sencillo -. Se acercó a ella y le ofreció de nuevo la mano. - Tú estás aquí. Yo estoy aquí. Y solo deseo bailar contigo... nada más importa, ¿no crees? -.

Le resultaba imposible de todo punto apartar los recelos que aquella situación le había ocasionado. Sin embargo, la estampa le resultaba demasiado tentadora como para negarse a su pedido. Aunque tan solo hubiera transcurrido un mes desde que fuese desterrado, a ella se le había hecho eterno, añorando su presencia, su voz, a él por entero. Cada minuto del día. Cada segundo.

Por ese motivo extendió su mano, entrelazándola con la suya. Volviendo a sentirse completa por primera vez en mucho tiempo. Su historia estaba repleta de idas y venidas, y aunque probablemente jamás volvieran a estar juntos, jamás existiría para ella otro hombre que no fuese Raimundo.

Él la atrajo hacía sí y solo pudo acariciarla con su mirada.

- Creo que la música se ha detenido -, balbuceó Francisca en un susurro.

- ¿En serio? -, respondió él. - Tan incapaz soy de centrar mi atención en otra cosa que no seas tú, que no me había percatado de que la música había cesado -.

Francisca trató de zafarse de aquella dulce cadena en que se habían convertido los brazos de Raimundo en torno a su cintura. - Puede que entonces esta situación ya no tenga demasiado sentido -.

- Nada en nosotros tiene sentido, y sin embargo, somos incapaces de apartarnos el uno del otro. Por muchas trabas que nosotros mismos nos impongamos -. Mantuvo firme su agarre. - Dame tan solo un segundo -, le pidió sin dejar de mirarle a los ojos. - No puedo permitirme el lujo de perder tu calor entre mis brazos. Aunque sea en un único baile -.

Tan despacio como sus cuerpos se habían fundido minutos antes, volvieron a separarse. Tan solo el tiempo suficiente para que él se dirigiese al gramófono y aquella melodía volviera a llenar el aire. Francisca había seguido cada uno de sus movimientos sin saber si se trataba de un sueño o si era realidad. Estaba tan confusa y a la vez tan deseosa de dejarse llevar sin pensar en consecuencias ni razones...

Cerró los ojos y solo volvió a abrirlos cuando sintió su respiración sobre ella.

- ¿Me concedes este baile? -, preguntó Raimundo.

Se permitió sonreírle como única respuesta mientras sus manos se posaban sobre sus hombros, y sentía cómo las suyas se deslizaban por su espalda hasta ceñir firmemente su cintura. Cuando quiso darse cuenta, se movían al unísono por todo el salón.

- Apenas recordaba lo mucho que me gustaba bailar -, recordó de pronto en voz alta, con una sonrisa brillándole en los ojos. - Todo esto trae a mi memoria tan gratos recuerdos... -.

Raimundo sonrió, dejando caer una de sus manos por la cadera de Francisca. - Supongo que entonces yo era tan políticamente educado que jamás me hubiese atrevido a bailar contigo de esta manera, y más sintiendo los ojos de tu padre sobre mí a cada momento -.

Una limpia carcajada escapó de la garganta de Francisca. - Mi padre tu hubiese matado si te hubiese sorprendido con la mano justo donde la tienes ahora mismo -, añadió no sin cierta reprobación. - Creo que te estás tomando demasiadas confianzas, Raimundo -.

- Creía que a estas alturas de nuestra vida no tendríamos que reprimir aquello que deseamos hacer -.

- ¿Y por qué no debería ser así? -, rebatió ella. - Yo llevo haciéndolo toda mi vida -.

Raimundo deslizó su mano un poco más abajo, tomándola por el muslo. Sonriendo por dentro al percibir cómo ella se tensaba. - ¿Y no crees que ya va siendo hora de que te permitas hacer todo aquello que quieres? -, le susurró junto al oído. - ¿A qué estás esperando, Francisca? -.

Súbitamente, flexionó su muslo contra su cadera y se movió hacia atrás. Sin soltarla, arrastrándola tras él. Y comenzó a bailar de una manera totalmente indecorosa para la norma.

- Raimundo, ¿qué...? -

- No hables -, le interrumpió. - Siente, tan solo siente. La música, mi cuerpo... a mí -, añadió sin dejar de mirarle a los ojos. - He soñado con poder bailar el tango contigo desde el mismo momento en que descubrí su existencia allá en las Américas -.

Francisca tragó saliva. - ¿También has soñado que lo bailabas con ella? -, le espetó de pronto.

- ¿Ella? -, le contestó Raimundo con el ceño fruncido.

- Esa viuda con la que vives y que según tu hija te ha devuelto la alegría -. No quiso disimular lo mucho que le dolía saber que otra mujer hubiese disfrutado entre sus brazos.

- ¿Pueden ser acaso celos los que se intuyen en tu voz? -, le preguntó con una sonrisa.

Francisca se detuvo, apartándose de él con visible enojo en su rostro. - ¿Celos? ¿Y por qué habría de tenerlos? -. La voz le temblaba de rabia. - Entre tú y yo, ya no existe nada... -, negó con la cabeza. - No quieras ver cosas donde no las hay. Es más... -, se movió apartándose aún más de él. -... no sabes cuánto me alegro de que esa... mujer...te haya devuelto esa felicidad que tu propia hija no deja de proclamar -.

No era consciente de que apretaba los puños contra los costados. Que su cuerpo estaba tenso y que alguna furtiva lágrima se había escapado de sus ojos, deslizándose por su mejilla. Que en su mirada estaba escrita la desolación y la rabia que sentía por saberle de nuevo de otra.

En apenas dos pasos, él estaba a su lado, con los ojos cargados de infinita dulzura. Trató de estrecharla junto a él, pero ella se lo impidió.

- ¡Déjame Raimundo! Y regresa con ella, pues yo nada deseo saber de ti -. Y sin embargo, se aferró a las solapas de su chaqueta mientras su interior se derrumbaba.

- Mi única felicidad eres tú, Francisca. Ninguna mujer podrá nunca compararse contigo, mi amor -.

.....

Sintió frío. Un viento helador que recorría su cuerpo. Y vacío. Y soledad. Abrió los ojos para darse cuenta de que todo había sido un sueño De que nada de lo que había vivido era real. Nada podía hacer por cambiar la situación que los mantenía alejados. O tal vez sí. Tal vez en su mano estaba cambiar su destino y no perder de nuevo lo que siempre había deseado. Iría a Fuerteventura. Y esta vez, todo sería real. 

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