Se sentía radiante. Como nunca antes lo había estado. Se
encontraba frente al espejo de su habitación con su impecable vestido color
crema. Soltó con extremo mimo su cabellera, dejándola caer en cascada por su
espalda. Hoy lo llevaría suelto, tal y como a él le gustaba.
Cerró los ojos un instante tratando de imaginar el feliz
futuro que le esperaba a su lado. Había decidido legar responsabilidades a su
hijo para poder dedicarse a pasar todo el tiempo del mundo junto a él. Incluso le
había propuesto ayudarle en la taberna cuando fuera menester, provocando
sonoras carcajadas en Raimundo. ¿Francisca
Montenegro tabernera?, le había dicho mientras reía sin parar.
Esbozó una sonrisa al recordar la profunda risa de Raimundo…También
tembló cuando recordó el instante de intimidad que habían compartido después de
aquello. Le había extrañado mucho estos días. Ni siquiera sabía por qué se le
había ocurrido la necedad de mantenerse alejados íntimamente hasta que no
estuvieran casados. Pensó en esa noche y en la intensa promesa que Raimundo le
había hecho. Se estremeció, anhelando que ese momento llegara pronto.
De pronto, unos golpes en la puerta captaron su atención.
- Adelante -.
Soledad entró en la habitación con un precioso vestido color
lavanda, seguida de Pepa y de una tímida Emilia que se quedó a escasos pasos de
la puerta. Francisca arqueó una ceja incrédula al ver la zozobra de la
muchacha.
- Señora, veníamos por si precisaba nuestra ayuda… -. La joven
no se atrevía casi a mirarle a los ojos.
- ¿Qué tienes muchacha? –, le preguntó acercándose a ella
hasta ponerse en frente. – No te creía tan solícita, pensé que tenías más arrestos.
Ni siquiera eres capaz de mirarme a los ojos -.
- ¡Madre! -, la reprendió Soledad, avergonzada ante el ataque
gratuito hacia Emilia.
- Mire señora…-, comenzó a replicar la otra mujer, pero
Francisca la interrumpió. – Acaso… ¿no sabes defenderte Emilia Ulloa? -.
La joven la miró con enojo.
– Tengo los arrestos suficientes para enfrentarme a usted y a
quien se me ponga delante-. Estaba furiosa. – Y una cosa le advierto Doña
Francisca. Más vale que mi padre sea feliz, o se las verá conmigo -, sentenció
señalándola con el dedo justo delante de su cara.
Francisca sonrió abiertamente. Esta sí era Emilia.
– Así me gusta muchacha -, la felicitó. - No vuelvas a bajar
la mirada ante mí, ¿estamos? -. Se giró de nuevo hasta el espejo dejándolas a
las tres con la boca abierta. – Y en cuanto a lo de hacer feliz a tu padre… -,
prosiguió. - Te aseguro que ese es mi único deseo -. Se colocó un pequeño velo
sobre el rostro y se volvió hacia ellas.
- ¿Y bien? -, preguntó. - ¿Qué hacéis ahí paradas como
pasmarotes? ¡Vamos! –, las apremió. – Algunas nos casamos hoy -. Y sin más,
salió de la habitación con la cabeza bien alta.
………….
Tristán estaba abajo esperando a que bajara su madre. Cuando
al fin la vio aparecer, su mirada se iluminó e irguió el pecho con orgullo.
Nunca la había visto tan guapa. Pareciera que el amor la había rejuvenecido. Era
otra desde que Raimundo estaba presente en su vida.
Se acercó a la escalera y le ofreció cortésmente su brazo.
- Madre, está usted deslumbrante -, la elogió acariciando su
mano.
- Hijo mío, el amor nos embellece a todos -, sonrió. – A ver
cuando sigues mi ejemplo y llega el día en que tú te cases con esa deslenguada
de Pepa y dejéis de vivir en pecado -.
La joven, que había escuchado las palabras de Francisca desde
la escalera, meneó la cabeza con resignación mientras observaba a un azorado
Tristán. – Desde luego tu madre no tiene remedio -, afirmó dirigiéndose a
Soledad.
- En fin -. Tristán trató de romper el incómodo momento. – Si
ya está usted lista madre, la calesa nos está esperando -.
………………….
Raimundo se paseaba de arriba abajo dentro de la iglesia con
los nervios destrozados por la espera. Don Anselmo, el cura, se limitaba a
observarle con una sonrisa en los labios, disfrutando del hecho de que un
hereje como él hubiese accedido, por petición expresa de la que iba a ser su
mujer, a entrar por fin en una iglesia.
- Padre, esté tranquilo -, le dijo Sebastián tomándole por el
brazo. - Nos está poniendo a todos los nervios de punta. Doña Francisca no
tardará en llegar, ya lo verá -.
- ¿Y si en el último momento se arrepintió? -, le preguntó. Estaba
realmente nervioso. - ¿Y si ha decidido que no desea pasar el resto de su vida
conmigo? -.
Sebastián puso los ojos en blanco sin creer que su padre, tan
racional como era, hubiese pensado semejante dislate.
- Padre, Francisca le ama. Estoy seguro de que ya están de
camino. Relájese, que todos le están mirando…-, le terminó diciendo en voz
baja.
La iglesia estaba atestada de gente. Toda la comarca había
querido acompañar a la pareja en su día tan especial. A pesar de ser
conocedores del profundo amor que se profesaban los novios, los murmullos
comenzaron a hacer acto de aparición ante la tardanza de la novia, hasta que de
pronto, todo quedó en silencio.
Raimundo se había girado al escuchar abrirse la puerta. El
corazón se detuvo en su pecho y la respiración murió atascada en los pulmones.
Su Francisca, había llegado.
Si en sus sueños más profundos hubo imaginado este momento
millones de veces, para nada se parecía a lo que estaba viendo. Francisca
entraba en la iglesia del brazo de Tristán, su hijo. Nuestro hijo pensó. Parecía un ángel. Se veía tan preciosa a sus
ojos…
Francisca no era capaz de percibir nada. No escuchaba nada.
Tan solo podía sentir los ojos de Raimundo mirándola desde el altar. Tan apuesto y mirándola con tanto amor, que
creyó morir por él en aquel mismo instante. Hasta la última gota de su sangre daría
solo por pasar un segundo junto a él. Si no hubiera sido porque Tristán
sujetaba firmemente su brazo, se habría desvanecido al sentir sobre ella la
intensa mirada de Raimundo.
Flotó como en una nube durante el trayecto por el pasillo que
le conducía hasta él. Cuando al fin sus manos se rozaron, ambos cerraron los
ojos al comprobar que aquello que estaban viviendo, era real.
Raimundo acercó su mano hasta los labios, depositando un cálido
beso en el nacimiento de su pulso. Sintiendo cómo estremecía todo su cuerpo.
Después los dos se volvieron hacia Don Anselmo.
- Ni la ausencia ni el tiempo, son nada cuando se ama.
Raimundo, Francisca…-, comenzó a hablar Don Anselmo. -…vuestro amor ha superado
numerosos obstáculos y zozobras, y es la prueba de que nada puede acabar con el
sentimiento más puro que puede existir entre hombre y mujer. Hoy estamos aquí
para sellar ante Dios nuestro Señor, la grandeza de vuestro amor -.
Francisca aferró con fuerza la mano de Raimundo, dando
gracias a la vida por permitirle estar de nuevo junto a él. Sus miradas se
cruzaron en ese momento y una lágrima de felicidad se deslizó atrevida por su
mejilla. Raimundo acercó son suavidad su mano para atraparla entre sus dedos y
llevarla hasta sus labios.
- Queridos hermanos, los novios desean pronunciar sus propios
votos -. Don Anselmo se volvió hacia ellos. – Hijos míos, cuando gustéis -.
Raimundo fue el primero en hablar.
- Francisca…amor mío…te necesito como el aire para respirar. Preciso
tus ojos para ver y tus labios para sentir. Demando tu alma para seguir
viviendo y tu existencia para poder sonreír…Te necesito para poder amar -. Tomó
con delicadeza su mano. – Y cuando mi voz calle con la muerte, mi corazón te
seguirá hablando. Te amo con todo mi corazón y todo mi ser, amor mío -.
Francisca le había escuchado con lágrimas en los ojos, más ahora
era su turno. Y dejó hablar a su corazón.
- Raimundo…-, su voz temblaba de la emoción. – Mi corazón es
tuyo, como también lo son mis sentimientos y mi cuerpo. Mis palabras son para
ti, mis caricias son para ti, mis besos solo son para ti. Tú me comprendes, me vuelves
tierna…-, sonrió. – Amo tu mirada, tu sonrisa, tu gran corazón. Amo todo de ti…Y
te amo por cómo soy cuando estoy contigo…No cambiaría ni un minuto de ayer
contigo, por cien años de vida sin ti…-.
Raimundo no pudo evitarlo y acercó sus labios a los de
Francisca para depositar un beso tan dulce, que provocó lágrimas en todos los
presentes. Se separaron cuando oyeron un ligero carraspeo. Era Don Anselmo.
– Contrólate Raimundo. Déjame al menos terminar la ceremonia
-.
- Lo siento padre…ya sabe que desconozco cómo funcionan estas
cosas –, se disculpó con fingida inocencia.
El sacerdote le miro indulgente y elevó sus manos sobre la
pareja.
– Raimundo, Francisca. Por el poder que me ha sido conferido,
yo os declaro, marido y mujer -. Se acercó a Raimundo. – Ahora sí puedes, Ulloa
-, susurró.
Raimundo tomó a Francisca de la cintura, acercándola tanto a
él que apenas podían respirar.
- Al fin todo es como debería haber sido. Eres mía de nuevo -,
musitó junto a sus labios.
- Nunca dejé de serlo…-, le respondió, colocando sus manos
sobre su pecho. - Y ahora bésame de una vez, Raimundo…-.
Las últimas palabras ya las pronunció en la boca de él que se
apoderó de sus labios en un devastador beso que encerraba miles de sueños
perdidos con los años que hoy, por fin, se habían hecho realidad.
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