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domingo, 17 de enero de 2016

UN NUEVO COMIENZO (Parte 2)



El traqueteo irregular de la calesa que la llevaba hasta el centro del pueblo, pulsaba al mismo ritmo que el latir de su corazón, que amenazaba con salírsele de la boca. Apretó sus puños en torno a la falda de su vestido. Sentía las palmas húmedas por la excitación del momento. No sabía cómo la recibiría Raimundo, pero sinceramente, poco le importaba. Ella se había propuesto cambiar su vida y lo iba a hacer. Si tenía que luchar un día tras otro por él, lo haría. Después de todo, ¿qué no haría por recuperar al amor de su vida? Sonrió con nerviosismo. Todo había sido tan espontaneo y tan nacido de lo más profundo de su corazón, que en realidad no había planeado ningún discurso. No sabía qué es lo que iba a decirle cuando le tuviera delante.

Seguro que se mostraría tan sorprendido por su presencia allí, que bajaría la guardia. Y ese instante es el que ella aprovecharía para descubrir su corazón ante él. Por primera vez en muchos años, no sentía miedo por desnudar su alma ante Raimundo.

A pesar de tu boda…A pesar de tus desprecios, de tus malas jugadas…siempre te he querido por encima de todas las cosas…

¡Qué equivocada había vivido durante tantos años! ¿Por qué no pudo Raimundo sincerarse con ella cuando su padre le obligó a abandonarla? Hubiera luchado junto a él, enfrentándose a todos…

Lo que debería matar es…los sentimientos que todavía me inspiras. Pero no puedo

Ahora tenía la oportunidad de hacerlo. Llegó el momento de sincerarse el uno con el otro. Ya había desperdiciado demasiados años manteniéndose alejada de su lado. Miró por la pequeña ventanilla de la calesa. Reconoció inmediatamente el camino que enfilaba hacia la plaza. Cerró los ojos llenándose del valor que le inspiraba su amor por Raimundo. Estaba segura de no estar equivocada. A sus oídos comenzó a llegar la algarabía que provocaba la alegría de los parroquianos. Pronto acabaría el año. Pronto terminaría su soledad.

La calesa se detuvo finalmente. El cochero descendió para abrir la portezuela y ofrecerle su brazo para descender. Las luces de los quinqués iluminaban la plaza reflejándose en las cintas de colores que la adornaban, dotándola de un halo multicolor que la llenó de la misma alegría que sentía de niña cuando despedía el año junto a su padre. En su particular ritual alejados de la fastuosidad de la cena de gala que su madre organizaba todos los fines de año.

Tomó aire antes de iniciar su camino hacia la felicidad que durante tanto tiempo se había negado a sí misma. Con paso firme se adentró en la plaza, deteniéndose de improviso junto a la fuente al descubrir a Raimundo. Estaba solo. Pensativo. Quizá nostálgico. Sonrió mientras imaginaba que estaba pensando en ella. Que anhelaba su compañía tanto como lo hacia ella. Le observó guardar las manos en los bolsillos de su pantalón. Le recorrió con mirada hambrienta, como siempre se había permitido estos años, en la seguridad de la distancia.

No podía haber hombre más guapo sobre la faz de la tierra. La elegancia natural impregnaba cada poro de su ser. Hasta un saco le sentaría de maravilla. Un exquisito traje vestía su cuerpo, recuerdo tal vez de mejores tiempos. Y un fino pañuelo rodeaba su cuello dotándole de un porte aristocrático.

Oía voces a su alrededor, pero no las escuchaba. Veía gente junto a ella, pero no la miraba. Sus ojos, su cuerpo y su corazón miraban en una única dirección, aislándola de todo lo demás. Pensó en el pasado. En su noviazgo. Siempre fueron capaces de sentirse entre la multitud.

Mírame Raimundo…mírame amor mío, estoy aquí…

Y Raimundo la vio. Giró su cabeza hacia la fuente. Sus ojos se cruzaron, sus corazones se encontraron. Y el mundo, se detuvo por un instante.

Como atraídos por un imán, se fueron acercando lentamente el uno al otro. Sin despegar sus miradas. La incredulidad, el desconcierto y la esperanza se entremezclaban en la preciosa mirada que tenía frente a ella.

Soy yo mi amor… 

Notaba un cosquilleo en las manos, producto de las ganas que tenía de aferrarse a las solapas de su chaqueta. Pero no era el momento. No, delante de tanta gente. Por eso las ocultó tras su espalda entrelazándolas entre sí. Ocasionando que su vestido nuevo se tensase sobre su pecho. Logrando que la respiración se quedara retenida en sus pulmones cuando la mirada de Raimundo se oscureció. Cuando le vio tragar saliva y morderse imperceptiblemente el labio inferior. Definitivamente, ella no era la única que estaba librando una dura batalla.

Solo unos pasos les distanciaban. Escasamente un metro. El aroma de Raimundo, mezcla de madera y jabón, impregnó sus fosas nasales. Aspiró su esencia dejando que ésta se instalara de nuevo junto a sus recuerdos. Se permitió cerrar los ojos unos segundos para dejar que su olor la inundara. Cuando volvió a abrirlos, se sumergió en la inmensidad de los ojos castaños de Raimundo, que al fin estaba delante de ella.

- ¿Qué haces aquí? –.

No había reproche en su voz. Ni sarcasmo. Solo sorpresa. Únicamente ansiedad porque ella pronunciara lo que él tan solo soñaba escuchar de sus labios.

-…Raimundo… -.

Francisca susurró su nombre. Como hacía entonces. Como aún le llamaba en el silencio de su habitación.

- ¿A qué has venido? –. Le pareció reconocer un trasfondo de dolor en su pregunta. Sus facciones se habían tensado cuando la escuchó pronunciar su nombre.

Francisca bajó la mirada posándola brevemente en sus labios para volver a alzarla nuevamente a sus ojos.

- ¿Podemos hablar? –, musitó con suavidad.

Cada palabra que pronunciaba su boca se clavaba en su alma como alfileres envenenados que la hacían sangrar el alma. ¿Por qué demonios la dejó escapar de su lado? Pero su orgullo, herido tantas veces por su causa en el pasado, tomó la palabra.

- ¿No nos hemos dicho todo ya? ¿Qué más queda? –

Ella se atrevió a dar un paso hacia él y a posar sutilmente la mano en su pecho. Quemándole la piel. Abrasándole el alma. Bajó la mirada hasta el punto en el que ella le tocaba. Grabándole en su memoria para convencerse que era real y no producto de una ensoñación. La escuchó suspirar antes de que le hablara de nuevo.

- Tal vez nos quede por decirnos lo más importante Raimundo –. Su otra mano había volado hasta reunirse con la que seguía apoyada en el pecho de él. – Tal vez nos quede decirnos la verdad –.

Verdad. Raimundo cerró los ojos. Ojalá pudiera creerla. Deseaba hacerlo por encima de todas las cosas. ¿Y si todo esto fuera una más de sus estratagemas para herirle? ¿Para seguir haciéndole pagar por su abandono? Quería creerla. Por todo lo que más amaba, que era ella, necesitaba creerla.

-…Por favor…-.

La escuchó suplicarle en un susurro que se evaporó en el aire. Nada perdería por escucharla, porque ya nada le quedaba por perder frente a ella. Su corazón le pertenecía desde el mismo instante en que sus miradas se cruzaron de niños. No. Ya lo había perdido todo, pues él mismo se lo entregó.

En un acto reflejo del que no fue consciente, llevó sus manos hasta donde ella las tenía, atrapándolas en su interior. Sin hablar, sin apenas mirarla, sin soltar su mano, la llevó hasta el interior de la posada y cerró la puerta.

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