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jueves, 3 de septiembre de 2015

DUERME, MI NIÑO (Final)



Se adentró en el salón de la Casona con los huesos molidos por tantas horas de sufrimiento.

Algo que no iba a menguar con el paso de los días, de eso estaba segura.

- ¿Cómo te encuentras? -.

Escuchó la voz de Raimundo a sus espaldas, empeñado en acompañarla de regreso a casa, por encima de los comentarios de la gente. Incluso de su propia familia.

- ¿Y tú? -, respondió ella volviéndose para mirarle. - Este vacío que sientes aquí…-, le dijo posando la palma de la mano en su pecho, a la altura del corazón. -…es el mismo que siento yo, y que sentiré por el resto de mis días -.

Su mano fue cayendo lentamente hasta quedar junto a su costado. - A pesar de todo…-, prosiguió. -…no voy a negarte que me siento agradablemente reconfortada por haberte sentido junto a mí -.

Raimundo la observó detenidamente. - Sabes que esto no tiene porqué terminar aquí, Francisca -. Susurró. Ella apartó la mirada y se volvió, ofreciéndole su espalda. - Me amas, y  es más que evidente que yo te amo a ti -, declaró avanzando hasta ella, situándose muy cerca. - Mi alma te necesita para poder sobrevivir el tiempo que nos reste -. Suspiró. - He perdido a mi hijo, nuestro hijo. No quiero perderte a ti también, Francisca. No podría soportarlo -.

Ella cerró los ojos para contener las lágrimas que de pronto afloraron, justo antes de volverse lentamente hacia él. - ¿Por qué me amas, Raimundo? -. Acarició su mejilla. - Mereces algo mejor, a alguien mejor -.

Él enmarcó su rostro. - Lo que ambos merecemos, amor mío, es pasar el resto de nuestra vida juntos. Acompañarnos a cada instante. Compartir nuestro dolor y recordar por siempre a nuestro hijo -. Rozó con suavidad sus labios. - Si de algo me he dado cuenta con la muerte de Tristán, es que nunca sabremos el tiempo del que disponemos para poder hacer todo aquello que deseamos. Sé que me pediste tiempo, pero eso es algo que ya hemos perdido suficientemente, ¿no crees? No estoy dispuesto a dejar pasar un segundo más de mi vida estando lejos de la única mujer que he amado en mi vida -, acarició sus mejillas con los pulgares. - Tú -.

Francisca cerró los ojos, subiendo igualmente sus manos hasta acariciar su rostro. - Nunca podrás llegar a saber cuánto te amo, Raimundo Ulloa -, musitó.

Él, unió su frente a la de ella, sintiendo el cadente ritmo de su respiración. 

- Demuéstramelo -.

Tomó sus labios en un beso cálido, anhelante. Un beso en el que ambos volcaron su dolor, su urgencia por sentirse. Por aliviar y ser aliviado. Un beso que encerraba tanta ternura como necesidad abrasadora.

Con los brazos enlazados en la cintura, avanzaron hasta el despacho, cerrando la puerta tras ellos. Raimundo la recostó sobre el diván con tanta dulzura, que las mejillas de Francisca se bañaron en lágrimas. Perlas cristalinas que él bebió con sus labios mientras sus manos pugnaban con su vestido.

- Quiero amarte como mereces -, susurró Francisca junto a su boca, acariciando su barba con la yema de los dedos.

Raimundo besó la punta de su nariz. - Entonces, entrégate a mí, mi cielo. Como antes…como siempre -.

Unieron sus bocas con la misma veneración con la que unieron sus cuerpos. Con hambre, con desesperación. Con ansias de contrarrestar un dolor que ensombrecía sus almas. Sus manos entrelazadas contenían la pasión que arrasaba sus cuerpos hasta que el mundo explotó entre ellos.

Un mundo, su mundo, que volvía de nuevo a tener sentido.

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