Se adentró en el salón de la Casona con los huesos molidos por
tantas horas de sufrimiento.
Algo que no iba a menguar con el paso de los días, de eso estaba
segura.
- ¿Cómo te encuentras? -.
Escuchó la voz de Raimundo a sus espaldas, empeñado en
acompañarla de regreso a casa, por encima de los comentarios de la gente.
Incluso de su propia familia.
- ¿Y tú? -, respondió ella volviéndose para mirarle. - Este
vacío que sientes aquí…-, le dijo posando la palma de la mano en su pecho, a la
altura del corazón. -…es el mismo que siento yo, y que sentiré por el resto de mis
días -.
Su mano fue cayendo lentamente hasta quedar junto a su
costado. - A pesar de todo…-, prosiguió. -…no voy a negarte que me siento
agradablemente reconfortada por haberte sentido junto a mí -.
Raimundo la observó detenidamente. - Sabes que esto no tiene
porqué terminar aquí, Francisca -. Susurró. Ella apartó la mirada y se volvió,
ofreciéndole su espalda. - Me amas, y es
más que evidente que yo te amo a ti -, declaró avanzando hasta ella, situándose
muy cerca. - Mi alma te necesita para poder sobrevivir el tiempo que nos reste
-. Suspiró. - He perdido a mi hijo, nuestro hijo. No quiero perderte a ti también,
Francisca. No podría soportarlo -.
Ella cerró los ojos para contener las lágrimas que de pronto afloraron,
justo antes de volverse lentamente hacia él. - ¿Por qué me amas, Raimundo? -.
Acarició su mejilla. - Mereces algo mejor, a alguien mejor -.
Él enmarcó su rostro. - Lo que ambos merecemos, amor mío, es pasar
el resto de nuestra vida juntos. Acompañarnos a cada instante. Compartir
nuestro dolor y recordar por siempre a nuestro hijo -. Rozó con suavidad sus labios.
- Si de algo me he dado cuenta con la muerte de Tristán, es que nunca sabremos el
tiempo del que disponemos para poder hacer todo aquello que deseamos. Sé que me
pediste tiempo, pero eso es algo que ya hemos perdido suficientemente, ¿no
crees? No estoy dispuesto a dejar pasar un segundo más de mi vida estando lejos
de la única mujer que he amado en mi vida -, acarició sus mejillas con los
pulgares. - Tú -.
Francisca cerró los ojos, subiendo igualmente sus manos hasta
acariciar su rostro. - Nunca podrás llegar a saber cuánto te amo, Raimundo Ulloa
-, musitó.
Él, unió su frente a la de ella, sintiendo el cadente ritmo de
su respiración.
- Demuéstramelo -.
Tomó sus labios en un beso cálido, anhelante. Un beso en el
que ambos volcaron su dolor, su urgencia por sentirse. Por aliviar y ser
aliviado. Un beso que encerraba tanta ternura como necesidad abrasadora.
Con los brazos enlazados en la cintura, avanzaron hasta el
despacho, cerrando la puerta tras ellos. Raimundo la recostó sobre el diván con
tanta dulzura, que las mejillas de Francisca se bañaron en lágrimas. Perlas
cristalinas que él bebió con sus labios mientras sus manos pugnaban con su vestido.
- Quiero amarte como mereces -, susurró Francisca junto a su boca,
acariciando su barba con la yema de los dedos.
Raimundo besó la punta de su nariz. - Entonces, entrégate a
mí, mi cielo. Como antes…como siempre -.
Unieron sus bocas con la misma veneración con la que unieron
sus cuerpos. Con hambre, con desesperación. Con ansias de contrarrestar un
dolor que ensombrecía sus almas. Sus manos entrelazadas contenían la pasión que
arrasaba sus cuerpos hasta que el mundo explotó entre ellos.
Un mundo, su mundo, que volvía de nuevo a tener sentido.
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