El traqueteo irregular de la calesa
que la llevaba hasta el centro del pueblo, pulsaba al mismo ritmo que el
latir de su corazón, que amenazaba con salírsele de la boca. Apretó sus puños
en torno a la falda de su vestido. Sentía las palmas húmedas por la excitación
del momento. No sabía cómo la recibiría Raimundo, pero sinceramente, poco le
importaba. Ella se había propuesto cambiar su vida y lo iba a hacer. Si tenía
que luchar un día tras otro por él, lo haría. Después de todo, ¿qué no haría
por recuperar al amor de su vida? Sonrió con nerviosismo. Todo había sido tan espontaneo
y tan nacido de lo más profundo de su corazón, que en realidad no había
planeado ningún discurso. No sabía qué es lo que iba a decirle cuando le
tuviera delante.
Seguro que se mostraría tan
sorprendido por su presencia allí, que bajaría la guardia. Y ese instante es el
que ella aprovecharía para descubrir su corazón ante él. Por primera vez en
muchos años, no sentía miedo por desnudar su alma ante Raimundo.
A pesar de tu boda…A pesar de
tus desprecios, de tus malas jugadas…siempre te he querido por encima de todas
las cosas…
¡Qué equivocada había vivido
durante tantos años! ¿Por qué no pudo Raimundo sincerarse con ella cuando su
padre le obligó a abandonarla? Hubiera luchado junto a él, enfrentándose a
todos…
Lo que debería matar es…los
sentimientos que todavía me inspiras. Pero no puedo
Ahora tenía la oportunidad de
hacerlo. Llegó el momento de sincerarse el uno con el otro. Ya había
desperdiciado demasiados años manteniéndose alejada de su lado. Miró por la
pequeña ventanilla de la calesa. Reconoció inmediatamente el camino que
enfilaba hacia la plaza. Cerró los ojos llenándose del valor que le inspiraba su
amor por Raimundo. Estaba segura de no estar equivocada. A sus oídos comenzó a
llegar la algarabía que provocaba la alegría de los parroquianos. Pronto acabaría el año. Pronto terminaría su soledad.
La calesa se detuvo finalmente.
El cochero descendió para abrir la portezuela y ofrecerle su brazo para
descender. Las luces de los quinqués iluminaban la plaza reflejándose en las
cintas de colores que la adornaban, dotándola de un halo multicolor que la
llenó de la misma alegría que sentía de niña cuando despedía el año junto a su
padre. En su particular ritual alejados de la fastuosidad de la cena de gala
que su madre organizaba todos los fines de año.
Tomó aire antes de iniciar su
camino hacia la felicidad que durante tanto tiempo se había negado a sí misma.
Con paso firme se adentró en la plaza, deteniéndose de improviso junto a la
fuente al descubrir a Raimundo. Estaba solo. Pensativo. Quizá nostálgico.
Sonrió mientras imaginaba que estaba pensando en ella. Que anhelaba su compañía
tanto como lo hacia ella. Le observó guardar las manos en los bolsillos de su
pantalón. Le recorrió con mirada hambrienta, como siempre se había permitido
estos años, en la seguridad de la distancia.
No podía haber hombre más guapo
sobre la faz de la tierra. La elegancia natural impregnaba cada poro de su ser.
Hasta un saco le sentaría de maravilla. Un exquisito traje vestía su cuerpo,
recuerdo tal vez de mejores tiempos. Y un fino pañuelo rodeaba su cuello
dotándole de un porte aristocrático.
Oía voces a su alrededor, pero no
las escuchaba. Veía gente junto a ella, pero no la miraba. Sus ojos, su cuerpo
y su corazón miraban en una única dirección, aislándola de todo lo demás. Pensó
en el pasado. En su noviazgo. Siempre fueron capaces de sentirse entre la
multitud.
Mírame Raimundo…mírame amor
mío, estoy aquí…
Y Raimundo la vio. Giró su cabeza
hacia la fuente. Sus ojos se cruzaron, sus corazones se encontraron. Y el
mundo, se detuvo por un instante.
Como atraídos por un imán, se
fueron acercando lentamente el uno al otro. Sin despegar sus miradas. La
incredulidad, el desconcierto y la esperanza se entremezclaban en la preciosa
mirada que tenía frente a ella.
Soy yo mi amor…
Notaba un cosquilleo en las
manos, producto de las ganas que tenía de aferrarse a las solapas de su
chaqueta. Pero no era el momento. No, delante de tanta gente. Por eso las
ocultó tras su espalda entrelazándolas entre sí. Ocasionando que su vestido
nuevo se tensase sobre su pecho. Logrando que la respiración se quedara retenida
en sus pulmones cuando la mirada de Raimundo se oscureció. Cuando le vio tragar
saliva y morderse imperceptiblemente el labio inferior. Definitivamente, ella
no era la única que estaba librando una dura batalla.
Solo unos pasos les distanciaban.
Escasamente un metro. El aroma de Raimundo, mezcla de madera y jabón, impregnó
sus fosas nasales. Aspiró su esencia dejando que ésta se instalara de nuevo
junto a sus recuerdos. Se permitió cerrar los ojos unos segundos para dejar que
su olor la inundara. Cuando volvió a abrirlos, se sumergió en la inmensidad de
los ojos castaños de Raimundo, que al fin estaba delante de ella.
- ¿Qué haces aquí? –.
No había
reproche en su voz. Ni sarcasmo. Solo sorpresa. Únicamente ansiedad porque ella
pronunciara lo que él tan solo soñaba escuchar de sus labios.
-…Raimundo… -.
Francisca susurró
su nombre. Como hacía entonces. Como aún le llamaba en el silencio de su
habitación.
- ¿A qué has venido? –. Le pareció
reconocer un trasfondo de dolor en su pregunta. Sus facciones se habían tensado
cuando la escuchó pronunciar su nombre.
Francisca bajó la mirada
posándola brevemente en sus labios para volver a alzarla nuevamente a sus ojos.
- ¿Podemos hablar? –, musitó con
suavidad.
Cada palabra que pronunciaba su
boca se clavaba en su alma como alfileres envenenados que la hacían sangrar el
alma. ¿Por qué demonios la dejó escapar de su lado? Pero su orgullo, herido
tantas veces por su causa en el pasado, tomó la palabra.
- ¿No nos hemos dicho todo ya?
¿Qué más queda? –
Ella se atrevió a dar un paso
hacia él y a posar sutilmente la mano en su pecho. Quemándole la piel.
Abrasándole el alma. Bajó la mirada hasta el punto en el que ella le tocaba.
Grabándole en su memoria para convencerse que era real y no producto de una
ensoñación. La escuchó suspirar antes de que le hablara de nuevo.
- Tal vez nos quede por decirnos
lo más importante Raimundo –. Su otra mano había volado hasta reunirse con la
que seguía apoyada en el pecho de él. – Tal vez nos quede decirnos la verdad –.
Verdad. Raimundo cerró los ojos.
Ojalá pudiera creerla. Deseaba hacerlo por encima de todas las cosas. ¿Y si
todo esto fuera una más de sus estratagemas para herirle? ¿Para seguir
haciéndole pagar por su abandono? Quería creerla. Por todo lo que más amaba,
que era ella, necesitaba creerla.
-…Por favor…-.
La escuchó
suplicarle en un susurro que se evaporó en el aire. Nada perdería por escucharla,
porque ya nada le quedaba por perder frente a ella. Su corazón le pertenecía
desde el mismo instante en que sus miradas se cruzaron de niños. No. Ya lo
había perdido todo, pues él mismo se lo entregó.
En un acto reflejo del que no fue consciente,
llevó sus manos hasta donde ella las tenía, atrapándolas en su interior. Sin
hablar, sin apenas mirarla, sin soltar su mano, la llevó hasta el interior de
la posada y cerró la puerta.
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